La
lluvia, la nieve, la brisa, la niebla y otras expresiones de la naturaleza
embellecen los paisajes e inspiran a los poetas, cada una a su modo.
¡Cuántos
cuadros, cuántas fotografías, cuántos poemas han inspirado esos fenómenos
meteorológicos!
Pero
a veces se desquician; la lluvia y la nieve colapsan las ciudades, el viento se
troca en huracán y la niebla –no el humo de la canción- ciega nuestros ojos y
esas manifestaciones meteorológicas se tornan ominosos. Cuando provocan
víctimas fatales y daños materiales de extraordinaria importancia, se
convierten en enemigos que uno tiene que combatir, en notoria inferioridad de
circunstancias.
La
desmesura en que incurre la naturaleza cada dos por tres nos hace temerla,
aunque solemos olvidarnos de ese miedo cuando viene la primavera, o aparece el
arcoiris, o florecen las rosas.
De
cualquier manera, los desbordes de los elementos desaforados son hoy en día
enormes, tremendos, casi de película de ciencia ficción. Ya no puede hablarse
de la caricia de la garúa ni los de afelpados copos de nieve impoluta. Eso se
quedó en el recuerdo.
España,
por citar sólo un ejemplo, o una buena parte de España, por lo menos, está
pesadamente, anormalmente, brutalmente -cabría decir- aplastada por la nieve.
Recuerdo
que en mi lejana infancia nevaba dos o tres veces cada invierno. El jardín
aparecía nevado y el agua de la fuente, con la estatua de la diosa griega,
helada. Con el último deshielo florecían los almendros.
Llovía,
había tormentas, caían rayos, pero todo dentro de unos parámetros normales. No se
tenía miedo a los fenómenos naturales. Hacía frío, uno se abrigaba. Hacía calor
y uno andaba ligero de ropa.
Ahora
todo es enorme; más aún, gigantesco, desorbitado, fuera de todo límite y toda
mesura.
© José Luis Alvarez Fermosel
Nota
relacionada:
No hay comentarios:
Publicar un comentario